El color del silencio

Por Estefanny Ríos González
I
Ya no hay ojos que miren al pasado.
Sólo visiones de retazos de tiempos,
imposibles e irreales.
Recuerdos le hacen cosquillas sobre su cabello,
mientras juguetean con las imágenes plasmadas en el techo
recordándole la miseria del presente.
Tampoco hay labios que pronuncien el verbo del alma inexistente
tan ausente, tan inevitable.
Y así, ella quiso ver el mundo a través del televisor,
mientras la costumbre era ese bulto oscuro y baboso puesto sobre el televisor.
Observándola. Observándola.
II
Los primeros años fueron colores.
La vida de los bellos le robaba sonrisas vacías,
mientras la luz natural de la ventana era la iluminación perfecta
para las horas que seguían bailando sobre sus sábanas.
No miraba esos horrorosos números,
sólo sentía sus patitas saltando sobre sus venas.
Inmóvil, inmóvil.
III
Los segundos años fueron morados.
La costumbre había hecho su cama encima del televisor.
Ya no era baboso, sino más sólido;
y dormía, día tras día, en silencio, observándola acostada,
inmóvil, en su cama.
IV
Los terceros fueron azules y las peleas con la costumbre se hicieron diarias,
pero él siempre ganaba.
La cama traqueaba en cada discusión, desilusión y reclamo
-¿Qué hiciste con los colores?-, decía
– Siguen ahí, sólo que tú los desechaste-, decía él
-¡Jamás!-, gritaba ella.
Las horas nunca detuvieron su baile intravenoso.
Una ira líquida la consumió;
pero se deshizo como cenizas en el charco de una calle cualquiera.
Sus ojos se perdieron entre las esquinas del televisor.
El techo la abandonó.
V
Hoy los colores son blancos y negros,
la costumbre murió encima del televisor.
Lo que algún día había visto y olvidado,
hoy es la ventana permanente al pasado,
al mundo blanco y negro de glorias y emociones juveniles.
Ella sólo dejó que las horas la amarraran a las sábanas.
VI
Y cambió su alma por una sombra.
Su voz se secó y sus ojos cayeron al suelo como dos perlas que saltaron hacia el barranco.
Su boca se descoció de la cara y voló con un par de caricias de viento.
Un grito en otra dimensión se escuchó,
cuando cada fibra del alma se arrancó de su lugar.
Nacen las grietas oscuras que escurrieron negro por las dimensiones.
Pero el cuerpo se volvió invisible, el alma aguardaba los colores de su carne.
El Enigma le habló y le prestó su nombre,
por un par de horas,
porque sabía que no tardaría en caer al precipicio oscuro
de las sombras que aguardan sus grietas.
VII
Y el cielo le dio una palmada de gravedad en la espalda,
no sin antes dejar colgando de alguna nube una soga de algodón que le agarrara el cuello,
antes de que sus pies tocaran la realidad y la culpa.