Evelín

Ella era una chica plástica de esas que se veían por ahí, por ahí por el parque de San Nicolás. Aunque conste que no todas eran así, de hecho la mayoría eran muchachitas de unos quince o dieciséis años, puritas, libres de pecado. Evelín era una de esas excepciones que se contoneaban de un lado a otro esperando siempre al pretendiente perfecto, y con seguridad una gran mayoría de los espectadores de esa pasarela tenían sus ojos puestos en ella. No, yo no, por supuesto, cómo cree, yo en ese entonces sólo iba para mirar a su abuela y cuidarla de posibles rivales.
Evelín era mayor que su abuela en ese entonces, creo que se acababa de graduar del Gimnasio Femenino del Valle; es decir que sí, era de meñique parado y algunos dirían que elitista. Quienes solían frecuentar el sitio con la firme intención de cortejarla siempre estaban atentos a la rutina:
Evelín patinaba alrededor del parque unas tres veces –en esos patines de cuatro ruedas importados que, como todo el mundo sabía, le había regalado Míster Woltz. Sin embargo, la última vez que la vi (en el 80, creo, no me acuerdo bien), no estaba usando esos sino unos patines de línea que nadie supo nunca de dónde los sacó.
Luego de las tres vueltas Evelín se dirigía a su pedestal invisible al pie de la iglesia, se quitaba los patines y se colocaba los tacones comprados en ‘ Fantasía Femenina ’ y ahí se quedaba un rato abanicándose con gracia. ¡Pero ay, si le dijera! Estoy segurísimo de que todo aquel que iba a entrar a la parroquia o a admirarla desde fuera por lo menos una vez tuvo que haber desviado su vista de las grandes cúpulas de San Nicolás para posarla en las grandes cúpulas de Evelín. Lo confieso, sí, yo tampoco me salvé de eso, pero no le vaya a contar a su abuela que me regaña, ¿oyó? Volviendo al cuento, la última vez que yo vi a Evelín en su lugar predilecto su cabello ya no era negro y liso sino rojo y rebelde. Igual seguía llamando la atención.
Después de ese pequeño descanso era hora de recibir candidatos. Los pretendientes de Evelín se acercaban a ella –los más valientes, claro, porque había otros tantos que no soportarían un primer o segundo rechazo–, uno por uno, y trataban de llamar su atención de distintas maneras. Algunos, por ejemplo, se dedicaban a elogiar su cuerpo –que sus piernas torneadas eran irresistibles, que sus manos delicadas parecían útiles para muchas cosas, que sus anchas caderas eran perfectas para soportar el peso de varios hijos–; otros le llevaban regalos –joyería, flores, el manjar blanco que tanto le gustaba–; los más atrevidos, aparte de elogios y presentes, le dedicaban poemas, como Don Aurelio. La última vez que vi a Evelín en el parque, él le dedicó un poema suyo, pero a ella no le gustó y lo despachó rapidito. Pobre Don Aurelio, fue muy duro para él, hoy en día uno todavía lo ve por allá en la iglesia llorando por Evelín.
Si a Evelín le hubiese gustado el poema tal vez se hubiese casado con Don Aurelio y no con Ricci. Y entonces no habría terminado como terminó.
Luego de sortear los candidatos y elegir uno para que la alimentara esa noche, Evelín solía alquilar una bicicleta en la esquina (15 centavos la hora, precio especial para ella) y –quién lo creería– montarla alrededor del sector sin perder su toque elegante, manteniendo un perfecto equilibrio aún en las calles apisonadas en tierra del barrio. Uno no sabía cómo hacía, y su abuela más de una vez me admitió que estaba celosa porque Evelín llegaba sin una mota de polvo en la falda. En fin, la última vez que vi a Evelín, después de montar bicicleta, llegó al parque con las rodillas raspadas.
No supe qué pasó con ella hasta años después de que su abuela y yo nos casáramos, que ella se la encontró, pelirroja y gorda, vendiendo lotería en un bar de carniceros, por allá por la novena, que se llamaba “ Bola Roja ”. Su abuela nunca, hasta ese día, había entablado conversación con Evelín. Pero pues se arriesgó y le preguntó por su vida porque sabía que yo querría saber. Evelín le contó que se había casado con el Señor Ricci, ese italiano que había llegado para montar fábrica de zapatos como todos los italianos, y que había vivido muy cómoda durante un tiempo, pero que un día él se consiguió otra y la dejó a ella sola con la casa y el perro.
Evelín había maldecido al señor hasta sentirse satisfecha, había matado al perro porque sí y luego había vendido la casa para poderse comprar un tiquete a Roma y joderle la vida a su esposo. Pero es que Evelín era bien pendeja, y resulta que no se aseguró de que su marido estuviera en Italia. Cuando llegó a Roma y la encontró vacía se tuvo que devolver con lo poco que le quedaba de plata y llegar a trabajar vendiendo lotería para ver si reunía lo necesario para buscar a Ricci.
Después de eso su abuela no la volvió a ver, pero su papá sí, no sé si le habrá contado esa historia. De todas maneras la cuento yo porque la verdad me gusta hablar de Evelín tanto como a Don Aurelio le gusta llorarla.
Resulta que cuando su papá estaba como de la edad de su hermano, unos catorce o quince años, lo pusimos a que trabajara en un restaurante que se llamaba “Hokey #2 ” –nunca supimos dónde estaba el #1–, en la carrera quinta con calle quinta. Era restaurante y panadería a la vez, y era una zona por donde mantenían mucho los locos. El sitio quedaba en toda la esquina y destacaba bastante por la fachada color naranja y las barras en vez de mesas, por lo que era blanco fácil para ladrones y ese tipo de personas.
Según su papá había un loco que todos los días entraba al restaurante con un estruendoso “ ¡Dame café! ”, y él por miedo a la piedra que sostenía el loco se lo daba, para luego recibir otro grito de “¡Que no en vaso, hombre, lléneme el tarro!”. Entonces él lo llenaba hasta que un día el administrador del sitio espantó al loco con una escopeta. Meses más tarde el loco volvió pero esta vez se dedicó a escarbar la basura y comer pan de yuca quemado, y el administrador volvió a espantarlo.
Cuando el loco trató una mañana de robarle el reloj marca Orien a su papá, a la vuelta del restaurante, el administrador le dio con la escopeta. En la autopsia decidieron que el loco con zapatos italianos no era loco sino loca pelinegra plástica de esas que andaban por el parque de San Nicolás.